Pablo se despertó pronto. No era una hora temprana, pero había dormido poco. Sus ojos se acostumbraron a la poca luz del dormitorio y la miró a ella, aún dormida en su lado de la cama. Se levantó a hurtadillas y anduvo hasta la cocina. Puso agua a hervir, como cada mañana, y abrió el cajón de las bolsas de té. Después, con los ojos más abiertos, dejó su taza en el alféizar y se asomó a la ventana, pensativo, mirando los árboles del parque.
—¿Qué cojones quieren que haga? —se dijo para sí.
La noche había sido larga, de celebración con amigos. Pablo estaba cada vez más distante y menos participativo. Al final, todo acabó en menosprecio y gestos de desdén. Nadie le preguntó si le pasaba algo. Bueno, ella sí lo hizo, pero, como de costumbre, Pablo se limitó a decir: «Nada».
De pronto un gorrión decidió compartir el alféizar con él, y de paso dar buena cuenta de las migas de pan que los maleducados de los vecinos dejaban caer por la ventana. Pablo, como quien no quiere la cosa, comenzó a hablarle.
—¡Hola, chico! ¿No me tienes miedo? Eres un valiente, ¿eh? O tienes mucha hambre… ¡Pareces feliz! Tú vuelas, comes, cantas… Seguro que no te planteas si encajas en la bandada, ¿eh?
El pequeño pájaro pareció escuchar y se giró para mirarlo por unos instantes con sus diminutos ojos negros.
—¡Vaya! Tú sí me escuchas, ¿eh? Me gustaría integrarme como tú. Volar con los demás sin preguntarme por qué y sin sacar punta a todo. Ellos también parecen más felices. Pero a mí no me sale. Lo he intentado, a veces. Funciona durante un tiempo. Todo el mundo está contento conmigo y paso más tiempo con ellos. Pero por dentro, me voy consumiendo. Me harto de fingir y de actuar como no quiero, pero sí me muestro tal y como soy… ¡Ay, amigo!… Entonces me convierto en un pájaro de mal agüero.
El pájaro, milagrosamente, aguantaba estoico la charla, entre picotazo y picotazo a las migas de pan.
—¿Qué piensas tú, amiguito? Hoy me siento fatal. Me gustaría llamar y disculparme, pero, ¿por qué crimen? ¿Por no cantar sus canciones? ¿Por no reír sin ganas? ¿Por no seguir sus ritos? Tampoco es que haya…
Sonó el teléfono en ese momento. Pablo fue a por su móvil. El pequeño gorrión lo siguió con la mirada. Apuró sus migas de pan y pensó: «Vaya, parece que ya no me necesita». Batió las alas y se perdió en las copas de los árboles. Cuando Pablo volvió, el alféizar sólo sostenía una taza de té medidada. Suspiró y se dijo en voz alta: «Así que, ¿tú tampoco quieres escucharme, amiguito?».
Me encanta, no solo por lo original de que Pablo le cuente las cosas a un pájaro, sino porque me identifico tanto con lo que él dice y piensa…
A veces es más fácil hablar con pájaros que con personas. ¡Gracias por pasarte! 🙂
Muchas veces nosotros nos saboteamos, como lo hizo Pablo.
Ése es el quid… culpamos a los demás sin darnos cuenta de lo que hacemos. ¡Gracias por pasar!